Ese monstruo tiene los ojos clavados en
mí. No me pierde de vista, vaya a donde vaya: si me acerco a la barra, me está
mirando, si me siento en una mesa a contar las monedas, lo mismo… Y si sigo
aquí, de pie frente a la máquina, su inquisidora mirada sin párpados me
taladra, me clava al suelo, me mantiene en el ritual.
Es un bicho tan enorme y parece tan real
que da la impresión de estar incrustado en la pared. Hay veces que, tras horas
y horas de darle a la palanca, creo oírle respirar disimuladamente. Yo le llamo
Hun; sé que no es un nombre muy español, pero igual no es más que un trozo de
plástico, tela y cuero hecho en alguna fábrica de Hebei. Un día de estos voy a
preguntarle al hijo del dueño si es real o no.
Hoy las mesas están descuidadas… bueno,
más que de costumbre, me refiero. En este local tampoco es que sean muy
limpios, y es verdad que entre la barra y la máquina de tabaco he visto
corretear pequeñas formas en las que no he querido fijarme demasiado, pero es
que hoy parece todo especialmente cargado. El olor de la freidora es
omnipresente, los cristales están dejando de ser siquiera traslúcidos y parece
que la barra sea un depósito de servilletas y palillos usados, pinchos a medio
engullir y churretones de… bueno, de algo misterioso. Y amarillento. Cielo
santo, qué asco. Volvamos a la máquina.
Ahí están sus lucecillas rojas y su
sensual, a la par que estridente, melodía. “Tres, dos, uno… ¡siga!”. Cincuenta
céntimos siguen a la petición y ya estoy otra vez dentro. La luz, esta vez,
parece seguir un patrón descendente de derecha a izquierda, en diagonal. Así que…
¡ahora! ¡Bien, cinco euros! Y uno más por la ranura, que tengo que ver si la
Dama Fortuna está frotándome la espalda. ¡Y… sí! Premio de campanillas: cincuenta
euros.
Miro a mi alrededor por si alguien ronda
para echar mano al montón de monedas que salen en estampida hacia la bandeja,
pero no: Es como si me hubiese vuelto invisible, cotidiano, un objeto más de
este bar, como Hun. Recojo mi premio y meto el dinero de la Fortuna en el
bolsito ordenadamente, pero no sin antes guardar un puñado en mi bolsillo
derecho para seguir un buen rato más.
Patrón, patrón, patrón. Nada esta vez, a
ver si a la siguiente. Patrón, pa… ¡ahí estás! Forma omega discontinua. Pulso el
2 y… ¡el 5! ¡Ahí estás! Pero es poco, sólo un premio de Capones, no más de diez
euros.
Bueno, voy a salir a fumar y ver si
estiro las piernas. Ahora mismo vuelvo.
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