No sé si podré darle forma a mis
pensamientos. El abismo de la pantalla en blanco es, para mí, más doloroso que
vacuo, pues cada palabra supone una pequeña traición a mí mismo. La vida se me
presenta con tal variedad de matices, texturas y recovecos que casi siempre el
arrebato y el éxtasis se imponen al análisis y, por tanto, vivo antes que
escribo.
Eso mismo, por cierto, siempre me ha
parecido bastante fariseo en el caso del Romanticismo. Como corriente opuesta a
la mesura y la muerte que se esconden detrás de la Razón, el Romanticismo
debería suponer un compromiso inalienable con la Vida y la Pasión pero, sin
embargo ¡casi todos los grandes románticos fueron escritores! Antes que
aventureros (por mucho que Byron lo pareciese, en realidad era un consentido
con aires de cruzado), hedonistas y hombres de acción, se escudaron tras
palabras hermosas, apuñalando inmisericordemente a la musa con sus lexemas y
conjugaciones.
Hoy, como siempre, la palabra es la gran
enemiga del ser humano. La espléndida torre de marfil con que sueñan los
escritores encadena sus voces, niega la historia afirmando la trama. Recordemos
el tiempo en que escribir era un sacrilegio, en que las tradiciones, sueños y
logros de los pueblos se extendían de boca en boca, no más allá ni más acá de
la voz del juglar. El virus del ser tiene en la palabra su más nítida y mortal
encarnación.
Y, sin embargo, en noches como ésta, se
imponen el rigor y la forma. Usted, lector, confidente y sacrílego, exige la
redacción de unas líneas para juzgarme, la articulación de unas ideas para
poder evaluarme y etiquetarme con una nota, acaso un borrón de tinta sobre un
absurdo papel que me den el título por cuya consecución piqué el anzuelo de la
academia. Y aquí estoy, pegado a una pantalla de ordenador mientras las calles
arden de amor, caricias y delirios, postrándome de nuevo ante el dios del “logos”,
como tantas otras veces.
Venciendo la sacrosanta inercia del
devenir, pulso el teclado como antaño se pintaba la piel. Porque quizá ese
esfuerzo por cristalizar el día a día en conceptos sea, también, vida, a fin de
cuentas. Hoy claudico ante la responsabilidad y la aritmética para ser ungido con
las esencias de la ciencia. Espero se tenga en cuenta el sacrificio que esto
supone para mí a la hora de ser juzgado con cierta indulgencia, pues el
fragmento y el fractal componen mi manera radical de ser y cada nueva pulsación
es como un nuevo paso que me acercase a La Parca.
Me admira la disciplina de Ching. Todos,
todos los días sin faltar uno, entra en el bar con su característico bolsito
tintineante para dedicar el día a la tragaperras. A las once y pico creo que me
dijo mi padre que llegaba, sin retrasarse siquiera un segundo. Yo, que no soy
capaz de levantarme a la misma hora si no tengo examen, me admiro con el frío
rigor con que nuestro oriental cliente domina su tiempo.
A veces imagino que es una cuestión
cultural. Supongo que es la más fácil y socorrida explicación, como cuando
achacamos un desaire femenino a la menstruación, así que quizá no sea más que
producto de mis fantasmas este prejuicio. Lo cierto es que desconozco casi por
completo la cultura china, pero a veces sueño despierto con chiquicientas
personas de ojos rasgados e inescrutable gesto haciendo todo al mismo tiempo.
Seguramente tiene especial peso en mi imaginación las imágenes de los cruces de
calles, plagados de semáforos, de Japón, pero debería ser consciente de que
Japón no es China, ni Laos, ni Camboya, ni Vietnam. Quizá sea así como nacen
los monstruos, con retales de imágenes y atajos mentales fundiéndose en las
profundidades de nuestros inconscientes.
El profesor de Culturas Comparadas nos
evaluará con una investigación sobre alguna cultura lejana, así que he elegido
la china y creo que Ching puede ser un objeto de observación muy interesante.
De momento parece un ludópata más, sistemático y con un reloj implacable, pero
no muy distinto que el clásico borrachín que dilapida el sueldo frente a una de
las mil tragaperras que perlan las tascas patrias. No sé aún cómo voy a
articular el trabajo, y seguro que vuelvo a crecerme en la introducción
creyendo que eso me destacará sobre el resto de los que lea el profesor… o que
al menos le arrancaré una misericordiosa sonrisa cuando intuya lo puestísimos que pueden llegar a estar sus alumnos frente a un ordenador.
¿Ching, el chino el ludópata no sería ya una etiqueta? ¿No sería ya un concepto, una forma de clasificar algo que desconocemos, una forma de acercarnos a algo nuevo?
ResponderEliminarMuy buenas reflexiones!
Un saludo,
Elena.
Por supuesto. Soy un gran admirador de las etiquetas, las uso constantemente y embadurno mi fantasma con el barro de la pedantería. Soy beatnik sólo de boquilla y afición, no de confesión. Ya se me pasó el nietzscheanismo... y me quedé vacío.
ResponderEliminarGracias por tu comentario, compañera.
Un besote.
Cuervo Blanco.