Antón echó el cierre de “El vigía” a eso
de la una y media. El chirrido de la reja metálica le caló hasta las entrañas,
llamando a formar a la calma y el alivio diarios que suponían terminar otro día
más la jornada. Ching se había marchado hacía apenas diez minutos, el
pistoletazo de salida para recoger la calderilla y cerrar el chiringuito.
Tardó un par de segundos más de lo
habitual en incorporarse tras cerrar el candado, en un vano intento de
controlar los mareos que le atenazaban las últimas semanas. Quizá debería
acercarse a ver al doctor Urtiaga, pensó, pero Iñaki estaba muy ocupado con un
trabajo de la universidad y no podía tener el bar cerrado. Llevaba tiempo
pensando en buscarse a alguien para que le sustituyese en casos como ese, pero
no se fiaba de ningún sudaca que pudiese contratar. Esa gente tiene un montón
de hijos, abuelos y primos en sus países esperando con ansia todo dinero que
sus cabezas de lanza pudieran sacar del primer mundo, y quién le aseguraba a Antón
que no le irían robando poco a poco, céntimo a céntimo, todas las noches parte
del dinero que con tanto esfuerzo y sacrificio se ganaba. Y de los del pueblo
no podía fiarse, claro está, envidiosos y vagos que son y han sido siempre.
Deseó, inútilmente, que Carmela siguiera
a su lado y estuviera dispuesta a compartir su carga. No habían pasado ni dos
semanas… bueno, daba igual, las cosas en casa seguían como siempre y eso era lo
único importante. Disciplina, Antón, disciplina y ánimo, hasta que la muerte te
lleve.
Miró alrededor para comprobar que no
tenía gorrones a la vista, sacó un Ducados del bolsillo de la camisa y el
encendedor le puso en paz de nuevo consigo mismo. Qué deleite supone siempre
ese cigarro, el que te da la bienvenida a la recobrada libertad de tu propia
vida. Dejó que el humo y el sabor inundasen su olfato, y el olor de mil
amaneceres, doscientos sinsabores y apenas un puñado de alegrías le recordó
quién era.
La calle estaba totalmente vacía a esa
hora, y la calma del valle sólo se veía interrumpida por el cíclico zumbido de
algún cuadro eléctrico cercano pero ilocalizable. Exhaló una profunda bocanada
de humo azul, que se fue fundiendo con la macilenta luz que proyectaba por
doquier la farola. Eso era, la farola, de ahí arriba parecía provenir ese
sonido tan molesto. Mañana le diría algo a Paco sobre el tema, a ver si podía
mandar a alguno de los moretes chapucillas que le sacaban el dinero haciendo
como que trabajaban. Con sus palabras indescifrables y su aparentemente
inseparable sonrisa, esos marroquíes siempre le habían caído simpáticos a
Antón, sobre todo cuando le contaban historias de Ceuta y los valientes
soldados españoles que protegían España de las hordas africanas. Casi parecía
que les admiraban ellos más que él…
Estaba a punto de caer una buena tromba
de agua, seguro. Igual no esa noche, ni el día siguiente, pero a no mucho
tardar tenía que llover, pues sus huesos le crujían de manera sintomática e
inconfundible. No se habían visto nubes grises ni había previsión de ello, el
viento no traía el característico y familiar olor condensado de humedad, pero
algo desde dentro le decía a Antón que el pueblo sería otra vez castigado por
las lágrimas de los angelitos, como llamaba su madre a las gotas de lluvia.
Pues otro día más, otro día menos.
Esperaba que Carmela tuviera la cena en la mesa, esperaba ser recibido por el
apacible canturreo de algún tertuliano que le contase, desde el transistor, cómo
los socialistas estaban destruyendo el país y esperaba por encima de todas las
cosas el momento de volver a la cama, a su santuario. Mañana volvería al mundo,
al tintineo de las monedas de Ching, a las croquetas y a los taponcillos de
pacharán, pero el tiempo que le separaba de volver a los brazos de Carmela
sería dedicado, con espartano deleite, a su ritual diario de rutinas caseras,
las últimas barreras que le separaban del insondable abismo que siempre iba
consigo.