miércoles, 25 de julio de 2012



Antón echó el cierre de “El vigía” a eso de la una y media. El chirrido de la reja metálica le caló hasta las entrañas, llamando a formar a la calma y el alivio diarios que suponían terminar otro día más la jornada. Ching se había marchado hacía apenas diez minutos, el pistoletazo de salida para recoger la calderilla y cerrar el chiringuito.
Tardó un par de segundos más de lo habitual en incorporarse tras cerrar el candado, en un vano intento de controlar los mareos que le atenazaban las últimas semanas. Quizá debería acercarse a ver al doctor Urtiaga, pensó, pero Iñaki estaba muy ocupado con un trabajo de la universidad y no podía tener el bar cerrado. Llevaba tiempo pensando en buscarse a alguien para que le sustituyese en casos como ese, pero no se fiaba de ningún sudaca que pudiese contratar. Esa gente tiene un montón de hijos, abuelos y primos en sus países esperando con ansia todo dinero que sus cabezas de lanza pudieran sacar del primer mundo, y quién le aseguraba a Antón que no le irían robando poco a poco, céntimo a céntimo, todas las noches parte del dinero que con tanto esfuerzo y sacrificio se ganaba. Y de los del pueblo no podía fiarse, claro está, envidiosos y vagos que son y han sido siempre.
Deseó, inútilmente, que Carmela siguiera a su lado y estuviera dispuesta a compartir su carga. No habían pasado ni dos semanas… bueno, daba igual, las cosas en casa seguían como siempre y eso era lo único importante. Disciplina, Antón, disciplina y ánimo, hasta que la muerte te lleve.
Miró alrededor para comprobar que no tenía gorrones a la vista, sacó un Ducados del bolsillo de la camisa y el encendedor le puso en paz de nuevo consigo mismo. Qué deleite supone siempre ese cigarro, el que te da la bienvenida a la recobrada libertad de tu propia vida. Dejó que el humo y el sabor inundasen su olfato, y el olor de mil amaneceres, doscientos sinsabores y apenas un puñado de alegrías le recordó quién era.
La calle estaba totalmente vacía a esa hora, y la calma del valle sólo se veía interrumpida por el cíclico zumbido de algún cuadro eléctrico cercano pero ilocalizable. Exhaló una profunda bocanada de humo azul, que se fue fundiendo con la macilenta luz que proyectaba por doquier la farola. Eso era, la farola, de ahí arriba parecía provenir ese sonido tan molesto. Mañana le diría algo a Paco sobre el tema, a ver si podía mandar a alguno de los moretes chapucillas que le sacaban el dinero haciendo como que trabajaban. Con sus palabras indescifrables y su aparentemente inseparable sonrisa, esos marroquíes siempre le habían caído simpáticos a Antón, sobre todo cuando le contaban historias de Ceuta y los valientes soldados españoles que protegían España de las hordas africanas. Casi parecía que les admiraban ellos más que él…
Estaba a punto de caer una buena tromba de agua, seguro. Igual no esa noche, ni el día siguiente, pero a no mucho tardar tenía que llover, pues sus huesos le crujían de manera sintomática e inconfundible. No se habían visto nubes grises ni había previsión de ello, el viento no traía el característico y familiar olor condensado de humedad, pero algo desde dentro le decía a Antón que el pueblo sería otra vez castigado por las lágrimas de los angelitos, como llamaba su madre a las gotas de lluvia.
Pues otro día más, otro día menos. Esperaba que Carmela tuviera la cena en la mesa, esperaba ser recibido por el apacible canturreo de algún tertuliano que le contase, desde el transistor, cómo los socialistas estaban destruyendo el país y esperaba por encima de todas las cosas el momento de volver a la cama, a su santuario. Mañana volvería al mundo, al tintineo de las monedas de Ching, a las croquetas y a los taponcillos de pacharán, pero el tiempo que le separaba de volver a los brazos de Carmela sería dedicado, con espartano deleite, a su ritual diario de rutinas caseras, las últimas barreras que le separaban del insondable abismo que siempre iba consigo.

martes, 24 de julio de 2012


No sé si podré darle forma a mis pensamientos. El abismo de la pantalla en blanco es, para mí, más doloroso que vacuo, pues cada palabra supone una pequeña traición a mí mismo. La vida se me presenta con tal variedad de matices, texturas y recovecos que casi siempre el arrebato y el éxtasis se imponen al análisis y, por tanto, vivo antes que escribo.
Eso mismo, por cierto, siempre me ha parecido bastante fariseo en el caso del Romanticismo. Como corriente opuesta a la mesura y la muerte que se esconden detrás de la Razón, el Romanticismo debería suponer un compromiso inalienable con la Vida y la Pasión pero, sin embargo ¡casi todos los grandes románticos fueron escritores! Antes que aventureros (por mucho que Byron lo pareciese, en realidad era un consentido con aires de cruzado), hedonistas y hombres de acción, se escudaron tras palabras hermosas, apuñalando inmisericordemente a la musa con sus lexemas y conjugaciones.
Hoy, como siempre, la palabra es la gran enemiga del ser humano. La espléndida torre de marfil con que sueñan los escritores encadena sus voces, niega la historia afirmando la trama. Recordemos el tiempo en que escribir era un sacrilegio, en que las tradiciones, sueños y logros de los pueblos se extendían de boca en boca, no más allá ni más acá de la voz del juglar. El virus del ser tiene en la palabra su más nítida y mortal encarnación.
Y, sin embargo, en noches como ésta, se imponen el rigor y la forma. Usted, lector, confidente y sacrílego, exige la redacción de unas líneas para juzgarme, la articulación de unas ideas para poder evaluarme y etiquetarme con una nota, acaso un borrón de tinta sobre un absurdo papel que me den el título por cuya consecución piqué el anzuelo de la academia. Y aquí estoy, pegado a una pantalla de ordenador mientras las calles arden de amor, caricias y delirios, postrándome de nuevo ante el dios del “logos”, como tantas otras veces.
Venciendo la sacrosanta inercia del devenir, pulso el teclado como antaño se pintaba la piel. Porque quizá ese esfuerzo por cristalizar el día a día en conceptos sea, también, vida, a fin de cuentas. Hoy claudico ante la responsabilidad y la aritmética para ser ungido con las esencias de la ciencia. Espero se tenga en cuenta el sacrificio que esto supone para mí a la hora de ser juzgado con cierta indulgencia, pues el fragmento y el fractal componen mi manera radical de ser y cada nueva pulsación es como un nuevo paso que me acercase a La Parca.

Me admira la disciplina de Ching. Todos, todos los días sin faltar uno, entra en el bar con su característico bolsito tintineante para dedicar el día a la tragaperras. A las once y pico creo que me dijo mi padre que llegaba, sin retrasarse siquiera un segundo. Yo, que no soy capaz de levantarme a la misma hora si no tengo examen, me admiro con el frío rigor con que nuestro oriental cliente domina su tiempo.
A veces imagino que es una cuestión cultural. Supongo que es la más fácil y socorrida explicación, como cuando achacamos un desaire femenino a la menstruación, así que quizá no sea más que producto de mis fantasmas este prejuicio. Lo cierto es que desconozco casi por completo la cultura china, pero a veces sueño despierto con chiquicientas personas de ojos rasgados e inescrutable gesto haciendo todo al mismo tiempo. Seguramente tiene especial peso en mi imaginación las imágenes de los cruces de calles, plagados de semáforos, de Japón, pero debería ser consciente de que Japón no es China, ni Laos, ni Camboya, ni Vietnam. Quizá sea así como nacen los monstruos, con retales de imágenes y atajos mentales fundiéndose en las profundidades de nuestros inconscientes.
El profesor de Culturas Comparadas nos evaluará con una investigación sobre alguna cultura lejana, así que he elegido la china y creo que Ching puede ser un objeto de observación muy interesante. De momento parece un ludópata más, sistemático y con un reloj implacable, pero no muy distinto que el clásico borrachín que dilapida el sueldo frente a una de las mil tragaperras que perlan las tascas patrias. No sé aún cómo voy a articular el trabajo, y seguro que vuelvo a crecerme en la introducción creyendo que eso me destacará sobre el resto de los que lea el profesor… o que al menos le arrancaré una misericordiosa sonrisa cuando intuya lo puestísimos que pueden llegar a estar sus alumnos frente a un ordenador.